EL Rincón de Yanka: MANIFIESTO CONTRA LA MUERTE DEL ESPÍRITU Y DE LA TIERRA

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lunes, 26 de agosto de 2013

MANIFIESTO CONTRA LA MUERTE DEL ESPÍRITU Y DE LA TIERRA


"Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas necesitamos humanidad. Más que inteligencia, necesitamos amabilidad y cortesía. Sin estas cualidades la vida será violenta y todo estará perdido". El Gran Dictador, Charles Chaplin
"Que el Señor remueva las aguas de nuestra existencia, 
estancadas por la "cómoda herejía de la indiferencia", 
como precisaba Papini". 

*
MANIFIESTO CONTRA LA MUERTE 
DEL ESPÍRITU Y DE LA TIERRA

Lanzado por Javier Ruiz Portella 
con el respaldo de Álvaro Mutis

Quienes estampamos nuestra firma al pie de este Manifiesto no estamos movidos por ninguno de los afanes que caracterizan habitualmente al signatario de proclamas, protestas y reivindicaciones. El Manifiesto no pretende denunciar políticas gubernamentales, ni repudiar actuaciones económicas, ni protestar contra específicas actividades sociales. Contra lo que se alza es contra algo mucho más general, hondo… y por lo tanto difuso: contra la profunda pérdida de sentido que conmueve a la sociedad contemporánea.
Aún sigue existiendo, es cierto, algo parecido al sentido; algo que, por sorprendente que sea, aún justifica y llena la vida de los hombres de hoy. Por ello, el presente Manifiesto se alza, hablando con mayor propiedad, contra la reducción de dicho sentido a la función de preservar y mejorar (en un grado, es cierto, inigualado por ninguna otra sociedad) la vida material de los hombres.

Trabajar, producir y consumir: tal es todo el horizonte que da sentido a la existencia de los hombres y mujeres de hoy. Basta, para constatarlo, leer las páginas de los periódicos, escuchar los programas de radio, regodearse ante las imágenes de la televisión: un único horizonte existencial (si se le puede denominar así) preside a cuanto se expresa en los medios de comunicación de masas. Contando con el enfervorizado aplauso de éstas, dicho horizonte proclama que de una sola cosa se trata en la vida: de incrementar al máximo la producción de objetos, productos y esparcimientos puestos al servicio de nuestro confort material.

Producir y consumir: tal es nuestro santo y seña. Y divertirse: entretenerse en los pasatiempos (se denominan con acertado término: “actividades de ocio”) que la industria cultural y los medios de comunicación lanzan al mercado con objeto de llenar lo que, sólo indebidamente, puede calificarse de “vida espiritual”; con objeto de llenar, más propiamente hablando, lo que constituye ese vacío, esa falta de inquietud y de acción que la palabra ocio expresa con todo rigor.

A ello se reduce la vida y el sentido del hombre de hoy, la de ese “hombre fisiológico” que parece encontrar su mayor plenitud en la satisfacción de las necesidades derivadas de su mantenimiento y sustento. Resulta obligado reconocer, por supuesto, que en semejante empeño —muy especialmente en la mejora de las condiciones sanitarias y en el incremento de una longevidad que casi se ha duplicado en el curso de un siglo—, los éxitos alcanzados son absolutamente espectaculares. También lo son los grandes avances que la ciencia ha efectuado en la comprensión de las leyes que rigen los fenómenos físicos que conforman el universo en general y la tierra en particular. Lejos de repudiar tales avances, los signatarios del presente Manifiesto no podemos sino saludarlos con hondo y sincero júbilo.



Es precisamente este júbilo el que nos lleva a expresar nuestro asombro y angustia ante la paradoja de que, en el momento en que tales conquistas han permitido aliviar considerablemente el sufrimiento de la enfermedad, mitigar la dureza del trabajo, expandir la posibilidad del conocimiento (en un grado jamás experimentado y en unas condiciones de igualdad jamás conocidas): en un momento caracterizado por tan saludables provechos, resulta que es entonces cuando, reducidas todas las perspectivas al mero incremento del bienestar, corre el riesgo de quedar aniquilada la vida del espíritu.
Lo que peligra no son, salvo hecatombe ecológica, los beneficios materiales así alcanzados; lo que se ve amenazada es la vida del espíritu. Lo prueba, entre mil otras cosas, el mero hecho de que incluso se ha vuelto problemático usar el término “espíritu”. 
Es tal el materialismo que impregna los más íntimos resortes de nuestro pensamiento y de nuestro corazón, que basta utilizar positívamente el término “espíritu”, basta atacar en su nombre el materialismo reinante, para que la palabra “espíritu” se vea automáticamente cargada de despectivas connotaciones religiosas, si ya no esotéricas.
Se impone por ello precisar que no es la inquietud religiosa la que mueve a los signatarios del presente Manifiesto, independientemente de lo que éstos puedan considerar acerca de la relación entre “lo espiritual” y “lo divino”.

Lo que nos mueve no es la inquietud ante la muerte de Dios, sino ante la del espíritu: ante la desaparición de ese aliento por el que los hombres se afirman como hombres y no sólo como entidades orgánicas. La inquietud que aquí se expresa es la derivada de ver desvanecerse ese afán gracias al cual los hombres son y no sólo están en el mundo; esa ansia por la que expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego, toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significación.

¿Para qué vivimos y morimos nosotros: los hombres que creemos haber dominado el mundo…, el mundo material, se entiende? ¿Cuál es nuestro sentido, nuestro proyecto, nuestros símbolos…, estos valores sin los que ningún hombre ni ninguna colectividad existirían? ¿Cuál es nuestro destino? Si tal es la pregunta que cimienta y da sentido a cualquier civilización, lo propio de la nuestra es ignorar y desdeñar tal tipo de pregunta: una pregunta que ni siquiera es formulada, o que, si lo fuera, tendría que ser contestada diciendo: “Nuestro destino es estar privados de destino, es carecer de todo destino que no sea nuestro inmediato sobrevivir”.

Carecer de destino, estar privados de un principio regulador, de una verdad que garantice y guíe nuestros pasos: semejante ausencia —semejante nada— es sin duda lo que trata de llenar la vorágine de productos y distracciones con que nos atiborramos y cegamos. De ahí proceden nuestros males. Pero de ahí procede también —o mejor dicho: de ahí podría proceder, si lo asumiéramos de muy distinta manera— toda nuestra fuerza y grandeza: la de los hombres libres; la grandeza de los hombres no sometidos a ningún Principio absoluto, a ninguna Verdad predeterminada; el honor y la grandeza de los hombres que buscan, se interrogan y anhelan: sin rumbo ni destino fijo. Libres, es decir, desamparados. Sin techo ni protección. Abiertos a la muerte.

Esbozar la anterior perspectiva no significa, ni que decir tiene, resolver nada. Contrariamente a todos los Manifiestos al uso, no pretende éste apuntar medidas, plantear acciones, proponer soluciones. Ya ha pasado afortunadamente el tiempo en que un grupo de intelectuales podían imaginarse que, plasmando sus ansias y proyectos en una hoja tan blanca como el mundo al que pretendían modelar, iba éste a seguir el rumbo fijado. Tal es el sueño —el señuelo— del pensamiento revolucionario: este pensamiento que, habiendo conseguido poner los fórceps del poder al servicio de sus ideas, sí logró —pero con las consecuencias que sabemos— transformar el mundo durante unas breves y horrendas décadas.

El mundo no es en absoluto la hoja en blanco que se imaginaban los revolucionarios. El mundo es un fascinante y a veces aterrador libro trenzado de pasado, enigmas y espesor. No pretenden pues los firmantes del presente Manifiesto plasmar ningún nuevo programa de redención en ninguna nueva hoja en blanco. Pretenden ante todo, y ya sería mucho, conglomerar voces unidas por un parecido malestar.
Ya sería mucho, en efecto: pues lo más curioso, por no decir lo más inquietante, es que semejante malestar no haya encontrado hasta la fecha ningún auténtico cauce de expresión. Aún más angustioso que la propia muerte del espíritu, es el hecho de que, salvo algunas voces aisladas, dicha muerte parece dejar a nuestros contemporáneos sumidos en la más completa de las indiferencias.
«Es el Dios de los cristianos quien ha salvado a la razón humana a lo largo de la historia de Occidente». Gustavo Bueno de su libro «¡Dios salve la Razón!»
Por ello, el primer objetivo que se propone este Manifiesto es el de saber en qué medida tales reflexiones son susceptibles de suscitar un mínimo, mediano o (acaso) amplio eco. A pesar del pesimismo que embarga a este Manifiesto, late en él la descabellada esperanza de pensar que no es posible que sólo algunas voces aisladas se alcen a veces para oponerse al sentir que caracteriza a nuestro tiempo. En la medida en que dicho sentir siga siendo dominante, es evidente que inquietudes como las aquí expresadas sólo podrán plasmarse en un grito, en una denuncia. Esto es obvio. Pero no lo es el que semejante grito no figure siquiera inscrito en aquel talante crítico, impugnador y transgresor, que tanto había caracterizado a la modernidad, al menos durante sus inicios. Como si todo fuera de lo mejor en el mejor de los mundos, casi nada queda de aquella actitud crítica: lo único que hoy mueve a la protesta son las reivindicaciones ecologistas (tan legítimas como encerradas, las más de las veces, en un chato materialismo), a las que cabría añadir los restos de un comunismo igual de materialista y tan trasnochado que ni siquiera parece haber oído hablar de los crímenes que, cometidos bajo su bandera, sólo son equiparables a los realizados por el otro totalitarismo de signo aparentemente opuesto.

Desvanecido el talante inquieto y crítico que honró antaño a la modernidad, entregado nuestro tiempo a las exclusivas manos de los señores de la riqueza y del dinero —de ese dinero cuyo espíritu impregna por igual a sus vasallos—, sólo queda entonces la posibilidad de lanzar un grito, de expresar una angustia. Tal es el propósito del presente Manifiesto, el cual, además de lanzar dicho grito, también pretende posibilitar que se abra un profundo debate. Ni que decir tiene que tanto las cuestiones explícitamente apuntadas aquí, como las muchas otras que éstas implican, no pueden encontrar su cabal expresión en el breve espacio de un Manifiesto. Por ello, ya se verían abundantemente colmados los propósitos de éste, si a raíz de su publicación se abriera un debate en el que participaran cuantos se sintieran concernidos por las inquietudes aquí esbozadas.

Apuntemos tan sólo algunas de las cuestiones en torno a las cuales podría lanzarse tal debate. Si “el tema de nuestro tiempo”, por parafrasear a Ortega, no es otro que el constituido por esta profunda paradoja: la necesidad de que se abra un destino para los hombres privados de destino y que han de seguir estándolo; si nuestra cuestión es la exigencia de que se abra un sentido para un mundo que descubre —aunque encubierta, desfiguradamente— todo el sinsentido del mundo; si tal es, en fin, nuestro “tema”, la cuestión que entonces se plantea es: ¿mediante qué cauces, a través de qué medios, de qué contenido, de qué símbolos, de qué proyectos… puede llegar a abrirse semejante donación de sentido?
«El que no se interesa por la religión es alguien ciego, porque la religión es un fenómeno histórico y cultural absolutamente fundamental en la historia de la Humanidad, como la música o el arte», critico lo que califico como «posiciones de progresismo cutural» que consideran la religión como la causante del atraso de Europa y, más concretamente, España. «Esta idea es un bulo», hay que recordar los avances científicos propiciados por religiosos, empezando por Copérnico. «Por eso, estudiar la religión tiene que interesar a todo el mundo». Gustavo Bueno
La anterior paradoja —disponer y no disponer de destino; afirmar un sentido establecido sobre el sinsentido mismo del mundo—; todo este arriesgado pero enaltecedor ejercicio de equilibrio sobre el abismo, todo este mantenerse en la movediza “frontera” que media entre la tierra firme y el vacío: ¿no se parece todo ello al abismo, a la paradoja misma del arte: del verdadero arte, del que nada tiene que ver con el entretenimiento que se vende hoy bajo su nombre? “Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”, es decir, de la racionalidad, decía Nietzsche. Quizá sí, quizá sea el arte lo que pudiera sacar al mundo de su abulia y torpor. Para ello, haría falta desde luego que la imaginación artística recobrara nuevo impulso y vigor. Pero ello no bastaría. También haría falta que, dejando de ser tanto un entretenimiento como un mero ornamento estético, el arte recuperara el lugar que le corresponde en el mundo; pasara a ser asumido como la expresión de la verdad que el arte es y que nada tiene que ver con la mera contemplación efectuada por un ocioso espectador.

Ahora bien, ¿es ello posible en este mundo en el que no sólo la banalidad y la mediocridad, sino la fealdad misma (fealdad arquitectónica y decorativa, fealdad vestimentaria y musical…) parece estar convirtiéndose en uno de sus ejes centrales? ¿Es posible esta presencia viva del arte en un mundo dominado por la sensibilidad y el aplauso de las masas? ¿Es posible que el arte se instale en el corazón del mundo sin que reviva —pero ¿cómo?— lo que fue durante siglos la auténtica, la vivísima cultura popular? Dicha cultura ha desaparecido hoy, inmolada en el altar de una igualdad que mide a todos por el mismo rasero, que impone a todos la sumisión a la única cultura —la culta— que nuestra sociedad considera posible y legítima. ¿No es pues la cuestión misma de la igualdad —la de sus condiciones, posibilidades y consecuencias— la que queda de tal modo abierta, la que resulta ineludible plantear?

Esbocemos una última cuestión, quizá la más decisiva. Toda la desespiritualización aquí denunciada está íntimamente relacionada con lo que cabría denominar el desencanto de un mundo que ha realizado el más profundo de los desencantamientos: 

ha aniquilado a las fuerzas sobrenaturales que, desde el comienzo de los tiempos, regían la vida de los hombres y daban sentido a las cosas. No hace falta insistir en la necesidad de dicho desencantamiento para explicar los fenómenos físicos que conforman el universo. Imprescindibles resultan para ello las armas de una razón cuyas conquistas materiales (tanto teóricas como prácticas) están sobradamente probadas. Ahora bien, ¿no son estas mismas armas y estas mismas conquistas las que lo pervierten todo, cuando, dejando de aplicarse a lo material, intentan dar cuenta de lo espiritual? ¿No es el poder de la razón el que lo reduce todo a un mecánico engranaje de causas y efectos, de funciones y utilidades, cuando pretende encarar la significación del mundo, cuando intenta enfrentarse al sentido de la existencia? El fondo del problema, ¿no estriba en este desmesurado poder que se ha atribuido el hombre al proclamarse no sólo “dueño y señor de la naturaleza”, sino también dueño y señor del sentido? Sólo gracias a la presencia del hombre, es cierto, surge, se dispensa esta “cosa”, la más portentosa de todas, a la que denominamos sentido. Pero de ello no se deriva en absoluto que el hombre disponga del sentido, sea su dueño y señor, domine y controle un misterio que siempre le trascenderá.

Semejante trascendencia no es en el fondo otra cosa que lo que, durante siglos, se ha visto expresado bajo el nombre de “Dios”. Enfocar las cosas desde tal perspectiva, ¿no equivale pues a plantear —pero sobre bases radicalmente nuevas— la cuestión que la modernidad había creído poder obviar para siempre: la cuestión de Dios?

Dejemos abierta, al igual que las anteriores, esta última cuestión: la de un insólito dios (quizá conviniera por ello escribir su nombre con minúscula), la cuestión de un dios que, careciendo de realidad propia —no perteneciendo ni al mundo natural ni al sobrenatural—, sería tan dependiente de los hombres y de la imaginación como éstos lo son de él y de ésta. ¿A qué mundo, a qué orden de realidad podría pertenecer semejante dios? No podría desde luego pertenecer a ese orden sobrenatural cuya realidad física hasta ha sido desmentida… por Su Santidad el Papa, quien en julio de 1999 —pero nadie se enteró— afirmaba que “el cielo […] no es ni una abstracción ni un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios”. ¿Dónde puede morar dios, en qué puede consistir la naturaleza divina, si ningún lugar físico le conviene, si sólo de una “relación” se trata? ¿Dónde puede morar dios, sino en este lugar aún más prodigioso y maravilloso que está constituido por las creaciones de la imaginación?

Plantear la cuestión de dios no es otra cosa, en últimas, que plantear la cuestión de la imaginación, interrogarnos sobre su naturaleza: 
la de esa fuerza que, a partir de nada, crea signos y significaciones, creencias y pasiones, instituciones y símbolos…; esa fuerza de la que quizá todo dependa y de la que el hombre moderno, como no podía ser menos, también se pretende dueño y señor. Así lo cree este hombre que, mirando con condescendiente sonrisa a los signos y símbolos de ayer o de hoy, exclama burlón: “¡Bah, sólo son imaginaciones!”, mentiras, pues.

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Lo que somos. Lo que nos mueve


Tal vez, si acaba usted de entrar por primera vez en Elmanifiesto.com., se esté preguntando: ¿es esto un periódico? Sí, sin lugar a dudas. Pero ¿es un periódico… “normal”? No, de ningún modo. Está usted ante el periódico más anormal que existe. Tanto por su forma como por su contenido.
Por su forma. Porque es el único periódico que aborda, por ejemplo, la actualidad… y al mismo tiempo el pasado, la historia. Porque tampoco es ninguna revista de pensamiento (si quiere una, y de alto nivel, también se la ofrecemos) y, sin embargo, las cuestiones culturales, sociales, artísticas… son aquí tan importantes como las políticas. Unas cuestiones políticas que, además, sólo se abordan si no tienen nada que ver con la politiquería habitual: con ese conjunto de retóricas hueras y triquiñuelas hábiles (o torpes) que el poder monta y los medios de comunicación repercuten.

Por su contenido. Porque somos inclasificables. Porque no hay forma de poner una etiqueta a las ideas que, dentro de una amplia pluralidad, defienden nuestros colaboradores. Unas ideas que, por un lado, no son ciertamente de izquierdas (aunque ello no impide que podamos coincidir con tal o cual planteamiento de la izquierda; por ejemplo, con la denuncia de la insensatez de fondo que caracteriza al sistema económico imperante). Pero nuestras ideas tampoco tienen nada que ver con los planteamientos de derechas: ni con los de la derecha liberal (aunque practicamos y hacemos nuestro lo mejor de su espíritu de apertura, de libre confrontación de ideas), ni con el de la derecha conservadora (cuyo rechazo de la inmediatez material, cuya búsqueda de valores superiores está movida, sin embargo, por una inquietud bien parecida a la nuestra).

¿Qué inquietud nos mueve?

Nos mueve —digámoslo abruptamente— la profunda aversión que despierta en nosotros el mundo que nos envuelve… y asfixia. Lo que nos ahoga es ese mundo como tal: el espíritu que impregna nuestras instituciones y valores, nuestros principios y sensibilidad; no tal o cual “defecto”, no tal cual aberración.
Las aberraciones abundan, día tras día las denunciamos en estas páginas, pero nos importa sobre todo lo que implican, lo que subyace a ese conjunto de cosas… que nunca encontrará usted ni evocadas ni denunciadas en el programa de ningún partido.

Nos horroriza la vulgaridad, la absurdidad, el sinsentido de nuestras vidas: ese vagar de unos seres mediocres y grises, dedicados a producir, consumir y, como los objetos producidos y consumidos, morir.
Nos horroriza la ausencia de todo horizonte comunitario, de toda proyección histórica, tanto hacia el pasado como hacia el futuro: esa ausencia que nos hace deambular como átomos que, disgregados, van dando tumbos por el mundo.
Nos horroriza el que, disgregados, perdamos toda identidad: tanto individual como colectiva. Tanto la identidad que la familia, concebida como simple suma de individuos con gustos compartidos, no puede otorgar; como la identidad colectiva cuya quiebra es particularmente lacerante en España, entregada como está a unos separatismos que la desgarran so pretexto de especificidades colectivas que no son hoy atacadas por nadie, y que, si lo fueran, seríamos nosotros los primeros en defender.

Y nos horrorizan, nos conmueven tantas otras cosas… Nos conmueve todo lo que, en el campo de la cultura, se plasma en forma de fomento de la ignorancia y de triunfo mediático, si es que no general, de la vulgaridad. Y nos horroriza todo lo que subyace a un “arte” que, lejos de cultivar el estremecimiento que es la belleza, crece en el estercolero que son la fealdad o la inanidad.
Nos horrorizan, en fin, las consecuencias de tanta pequeñez, de tanta mediocridad productivista y consumista: nada noble, nada grande, nada heroico mueve ni puede mover a nadie en el gran Supermercado en el que el mundo se ha convertido.
Y nos horroriza —la lista sería interminable— que junto con los hombres y la muerte de su espíritu, sea también la tierra misma la que se ve amenazada de extinción o degeneración.

¿Catastrofismo?

¿Es catastrofismo apocalíptico lo nuestro? Si semejante etiqueta tranquiliza a alguien, ¿por qué privarle de tan plácido consuelo? Si las cosas que acabamos de recordar resuta que a usted no le horrorizan o estremecen, si sólo le molestan o desagradan; ya no digamos si las aplaude o niega su existencia, entonces sí, tiene usted toda la razón del mundo: lo nuestro es puro catastrofismo.
Un curioso “catastrofismo”, sin embargo. Porque lo peor de todo no son siquiera las implicaciones de las numerosas cosas que nos horrorizan. Lo peor es esta paradoja: el mundo que se ve de tal modo abocado al abismo es un mundo cuyos pilares —la libertad de pensamiento, la racionalidad científica y la riqueza engendrada por la eficiencia técnica— deberían, por el contrario, alzarlo hasta la más alta de las plenitudes.

¿Por qué no ocurre así? ¿Por qué sucede todo lo contrario? ¿Es posible, acaso, remediar —y cómo— tal situación? ¿De qué forma se podría darle la vuelta al destino de los hombres privados de destino?… Cuestiones inmensas, decisivas. Pero cuestiones que —abiertamente planteadas en nuestras Páginas Culturales, en nuestra revista o en el texto del Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra— no se pueden abordar con toda la profundidad requerida en las páginas de un periódico. Sólo cabe plantearlas de forma indirecta: en la medida en que, sobre el trasfondo de tales preguntas, se enfocan, plantean y analizan las cuestiones —actuales, políticas, históricas, culturales…— que día tras día llenan las páginas del periódico más políticamente incorrecto que imaginar se pueda.


Hubo un tiempo en que soñar con un movimiento análogo a la Nueva Derecha francesa para España fue posible. Aunque ahora parezca apenas una entelequia, hace 20 años exactos ese instante estuvo a punto de concretarse en la realidad. Y personajes como Javier Ruiz Portella, Fernando Sánchez Dragó o el Marqués de Tamarón bien podrían haber ejercido de nuestros particulares Alain de Benoist, Dominique Venner o Guillaume Faye, si los españoles al menos les hubieran entregado la oportunidad. No fue así, por supuesto. El 19 de junio de 2002, el suplemento cultural del diario El Mundo publicó un extenso artículo a cargo de Javier Ruiz Portella (introductor, en cuanto que primer editor, de la obra de Gómez Dávila en España) y apoyado por el flamante Premio Cervantes Álvaro Mutis titulado “Manifiesto contra la muerte del espíritu y de la tierra”. 

Los ecos de Spengler, de Ortega, de Jünger, de Unamuno y de Heidegger eran evidentes en sus líneas. Entre los sucesivos firmantes de dicho manifiesto, extraído de la pluma de Javier Ruiz Portella, se encontraban nombres tan ilustres como el de Aquilino Duque, Fernando Sánchez Dragó, José Javier Esparza, Eugenio Trías, Jon Juaristi, Luis Alberto de Cuenca, Salvador Pániker, Luis Racionero, Isidro Juan Palacios, Luis Antonio de Villena, Ilia Galán o Alberto Buela, entre otros. Miles de lectores cultos se mostraron entusiasmados con el grito rabioso, limpio y esperanzado, a partes iguales, que representó dicho texto. De él pronto surgiría una publicación en papel de altísima calidad y título homónimo, El Manifiesto, hermanada con la editorial Áltera (posteriormente reconvertida a la todavía vigente Ediciones Insólitas) y también capitaneada por el pensador barcelonés Javier Ruiz Portella.

Ya decía Carlos Gardel que “veinte años no son nada”; la frescura del texto sigue intacta con respecto al día de su publicación original. Sin embargo, la hoy como entonces aborregada sociedad española se demostró estéril a la hora de pasar del dicho al hecho. Sumidos en la queja, en el complejo neurótico o en el círculo vicioso sectario, los españoles optaron por la comodidad y la queja en lugar de por la acción y la transfiguración. Y con la extinción de esa última lumbre que pudo ser más de lo que finalmente resultó, se perdió la más que probable última oportunidad de convertir la discusión sobre el espíritu en una cuestión central de nuestra sociedad. No obstante, a la vista del actual deterioro cultural y cognitivo de la sociedad española, debemos comprender la importancia que tuvo, en cuanto que hito irrepetible en el futuro cercano, un logro de esa magnitud. Para la generación de jóvenes que entonces recién acabábamos de venir al mundo, la publicación del “Manifiesto contra la muerte del espíritu y de la tierra” resulta en principio un asunto lejano. O no tanto, dado que existe un contingente cada día más abultado de reaccionarios que han encontrado por su cuenta las evidencias de lo que se les ha querido ocultar tanto desde la educación como desde los medios de comunicación. 

Y en esa labor más o menos acertada, y de mayor o menor enjundia según cada caso, son ya muchos los que han encontrado en las páginas del citado Manifiesto un aliciente para el combate por el espíritu en el siglo XXI. No cabe duda de que las próximas décadas van a estar sembradas de muy relevantes cambios sociales; y parece evidente que resultarán cruciales para decidir el futuro de la humanidad en general y de su proyección espiritual en particular. Por lo tanto, volver ahora a las páginas escritas hace más de 20 años por Javier Ruiz Portella supone retomar un diálogo interrumpido para mejor otorgar continuidad a la conversación. Quizás cuando el sistema se derrumbe, ahora que la (pos)modernidad parece haber llegado al final de su tenebroso trayecto, podamos encontrar en las líneas del Manifiesto los valores con los que se podrá reconstruir aquello que lleva siendo “deconstruido” por décadas e incluso siglos. Citando, una vez más, a Nietzsche: 
“Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”. 
Y a Heidegger: 
“La esencia del arte consiste en poner de manifiesto la verdad de lo que es”. Al solipsismo narcisista sólo cabe oponerle la desinteresada grandeza de lo sacro. Ordenada supremacía estética que triunfa sobre la caótica depravación materialista. Más que nunca se hace necesario un despertar espiritual a un tiempo individual y colectivo.


ENFRIAMIENTO DEL ESPÍRITU HUMANO


¿Qué es el espíritu?



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