EL Rincón de Yanka: BABEL... O, PENTECOSTÉS; CONFUSIÓN O COMPRENSIÓN; UNIFORMISMO (UNA SOLA RELIGIÓN) O DIVERSIDAD EN LA UNIDAD

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domingo, 5 de agosto de 2007

BABEL... O, PENTECOSTÉS; CONFUSIÓN O COMPRENSIÓN; UNIFORMISMO (UNA SOLA RELIGIÓN) O DIVERSIDAD EN LA UNIDAD


El milagro de Pentecostés es que cada uno entiende a los apóstoles en su propia lengua nativa. No se trata de la glosolalia, pues cada pueblo escucha el Evangelio en su propia lengua, y podríamos agregar, en su propia cultura. Por eso consideramos hoy en día a Pentecostés como la fiesta cristiana de la inculturación del Evangelio.

Muchos comentarios oponen erróneamente Pentecostés a la confusión de lenguas en Babel (Gn 11,1-9). En Babel, la unidad original de lenguas fue lo que permitió la construcción de la ciudad con una torre militar, que es el proyecto de dominación (Gn 11,2-4); la recuperación de las lenguas nativas hizo posible detener la construcción de la ciudad, lo que se identifica con el proyecto liberador de Yavé (Gn 11,5-8). 

Una lectura del relato del Génesis, desde la perspectiva dominante y GLOBALISTA, siempre vio la pluralidad de lenguas y culturas como una maldición y un castigo. En Pentecostés se habría recuperado la unidad perdida en Babel (así interpreta, por ejemplo, la nota de la Biblia de Jerusalén en Hch 2,6). Desde la perspectiva liberadora de la inculturación del Evangelio, la diversidad de lenguas Y LA DIVERSIDAD EN LA UNIDAD es el hecho liberador que permitió la huida de los trabajadores y la paralización de la construcción de la ciudad. En Pentecostés cada pueblo conserva su lengua, cultura y su religión. Lo nuevo en Pentecostés es la unidad en la comprensión del Evangelio, manteniendo la diversidad de lenguas, culturas y diversidad en la verdad. La unicidad de lenguas (como la de la ÚNICA RELIGIÓN) no es el proyecto original de Dios, ni tampoco su recuperación en Pentecostés, sino una forma de dominación cultural. El proyecto original de Dios, recuperado en Pentecostés, es una humanidad plurilingüe y multicultural EN LA VERDAD.  (Pablo Richard)



La historia de Babel significa que Dios no está ajeno a la historia ni se desentiende de su pueblo, y que ningún proyecto que quiera llegar hasta el cielo y ocupar el lugar de Dios va a prosperar.
Prestar atención a esto:
Estamos en tiempos escatológicos de la Gran Babilonia como único sistema globalista acompañado de su gran ramera: "única religión multirreligiosa".
La religión babilónica es la práctica religiosa de los caldeos, desde el período babilónico antiguo de la Edad del Bronce Medio hasta el surgimiento del imperio neoasirio en la Edad del Hierro Temprana. Un breve renacimiento de la tradición religiosa caldea (en oposición a los relacionados) se produjo en el marco de los siglos VII al VI a. C. (dinastía caldea). Tiene una gran deuda con la muy anterior religión sumeria.

El imperio daba a esta religión un carácter oficial y nacional, aunque también existía otra religión más popular. Comprende un amplio panteón politeísta, la mayoría asimilados de otras religiones.
La religión babilónica se centraba de forma oficial en la adivinación y la magia. Pensaban que cada Año Nuevo, Marduk promulgaría los destinos de todos los seres para el año entrante. Por eso, entre otros, se celebraban con gran importancia y participación las fiestas del año nuevo Akitu. Para el caso que los destinos fuesen nefastos, los babilonios deberían conocerlos para tratar de conjurarlos, y ahí entraban los adivinos, sacerdotes oficiales del estado que deberían conocer los presagios divinos a través de diferentes señales, como las procedentes del cielo, los sueños o el examen de vísceras de animales sacrificados.
Para evitar las acciones nefastas se protegían mediante amuletos, exorcismo o magia.

Importancia de los ídolos

En la religión babilónica, el seguimiento de los rituales y la adoración de las estatuas de las deidades era considerado sagrado, pues los dioses vivían simultáneamente en sus estatuas de los templos y en las fuerzas naturales que encarnaban. Una elaborada ceremonia del lavado de la boca de las estatuas apareció durante el período babilónico antiguo. 

El relato de la Torre de Babel está en Génesis 11:1-9. Es súper conocido, pero vamos a repasarlo por las dudas:

Hubo un tiempo en que todos los habitantes del mundo hablaban el mismo idioma y usaban las mismas palabras. Al emigrar hacia el oriente, encontraron una llanura en la tierra de Babilonia y se establecieron allí: 
“Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: «Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.» Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa.  Vamos a hacer ladrillos y endurecerlos con fuego”. Construyamos una gran ciudad para nosotros con una torre que llegue hasta el cielo. Eso nos hará famosos y evitará que nos dispersemos por todo el mundo”. Pero el Señor descendió para ver la ciudad y la torre que estaban construyendo, y dijo: “¡Miren! La gente está unida, y todos hablan el mismo idioma. Después de esto, ¡nada de lo que se propongan hacer les será imposible! Vamos a bajar a confundirlos con diferentes idiomas; así no podrán entenderse unos a otros”. 
De esa manera, el Señor los dispersó por todo el mundo, y ellos dejaron de construir la ciudad. Por eso la ciudad se llamó Babel, porque fue allí donde el Señor confundió a la gente con distintos idiomas. Así los dispersó por todo el mundo.
La historia que todos conocemos es básicamente la siguiente: en esta época, la humanidad hablaba el mismo idioma y habían inventado algo revolucionario: el ladrillo. Así que empezaron a construir una torre y querían llegar hasta el cielo. Pero a Dios no le gusta nada la idea, así que baja y confunde las lenguas. Como la gente ya no se puede entender, deja de construir la ciudad y se dispersa por todo el mundo.

La moraleja tradicional de esta historia parece enseñarnos que no debemos ser arrogantes; o sea: no podemos llegar al cielo, y cuando lo intentamos, sufrimos terribles consecuencias. Pero hay algo más. Esta interpretación también sugiere que lo mejor es tener una sola lengua. En otras palabras: hablar de una misma forma es una bendición, mientras que la multiplicidad de lenguas es un castigo. Desde esta perspectiva, la pérdida de la lengua única es otra mancha en el camino de la humanidad. Después de perder la inocencia del Huerto del Edén, pierden ahora la posibilidad de comunicarse.

Según la interpretación tradicional de la historia de Babel, la diversidad lingüística es una maldición causada por la desobediencia. ¿Pero qué pasaría si te digo que la multiplicación de las lenguas, más que un castigo, fue una bendición de Dios?
Intenta imaginarte la escena. Es un contexto de cautiverio y derrota. Los judíos viven como prisioneros en Babilonia; son mano de obra esclava del Imperio más grande del mundo. Quizás algunos trabajan incluso en la construcción del zigurat de Marduk. En las calles de esa tierra extraña se cruzan con muchas razas, pueblos y lenguas que también estaban cautivos; pero en Babilonia las tradiciones culturales, lingüísticas y religiosas tenían que desaparecer.
Cuando ponemos al texto en su contexto, la cosa se pone interesante. Porque más allá de un dato anecdótico sobre por qué existen tantas lenguas en el mundo, empezamos a descubrir la ironía de este texto, su profunda verdad espiritual. La historia de la torre de Babel nos está diciendo algo sobre la historia del pueblo de Dios.

Babel es Babilonia

El término hebreo “Babel” es un juego de palabras. En primer lugar, en hebreo suena como “bla-bla-bla”. En segundo lugar, juega con la palabra hebrea “balal”, que significa “confundir”, y de ahí viene el tema de la confusión de lenguas. En tercer lugar, juega con el nombre babilónico “Bab El”, que significa “puerta de Dios”; y el nombre original de Babilonia en idioma sumerio también era “puerta de los dioses”. O sea, el nombre “Babel” no solo es un juego de palabras sobre la confusión, sino que significa lo mismo que Babilonia.
Pero eso no es todo. Imagínate ser uno de estos judíos prisioneros en el Imperio más grande del mundo, conocido por sus ejércitos, sus jardines colgantes y sus grandes construcciones. En ese contexto, surge una historia de una civilización que se establece en la llanura de Babilonia, que se llama igual que Babilonia y que construye una ciudad con una torre gigantesca.

Pero eso no es todo. Un emperador babilónico llamado Nabopolasar se hizo famoso por construir una torre de muchos pisos: el “zigurat de Marduk”. Como no pudo acabarla, el que la terminó fue su hijo, Nabucodonosor, el mismo que llevó a los judíos al exilio. La gente le puso un nombre a ese edificio; le decían “Etemenanki”, que significa “la mansión de lo alto entre el cielo y la tierra”. Tenía siete pisos y al último piso lo pintaron de azul, para que, al mirarlo desde el suelo, pareciera que la torre llegaba hasta el cielo.
Pero eso no es todo. En Babilonia había un mito muy conocido, llamado Enmerkar y el señor de Aratta. Las similitudes con la historia de Babel son increíbles. Enmerkar y el señor de Aratta cuenta la historia de un rey que construye un gran edificio y le pide a la gente que le pague impuestos, pero como la gente no le paga, el rey los maldice confundiendo sus lenguas.
Todo esto no es coincidencia. Decir Babel es otra forma de decir Babilonia. Esta historia de la Biblia está escrita maravillosamente. Primero, hace un juego de palabras entre Babilonia y confusión. Segundo, hace una referencia irónica a una torre famosa que había en Babilonia. Y tercero, reescribe un famoso mito babilónico, pero en un tono satírico. Todo eso en 9 versículos.

Tenemos un ejemplo de esto en una historia de Daniel; el rey Nabucodonosor construye una estatua de oro para que todos la adoren:

¡Gente de todas las razas, naciones y lenguas escuchen el mandato del rey! Cuando oigan tocar la trompeta, la flauta, la cítara, la lira, el arpa, la zampoña y otros instrumentos musicales, inclínense rostro en tierra y rindan culto a la estatua de oro del rey Nabucodonosor. ¡Cualquiera que se rehúse a obedecer será arrojado inmediatamente a un horno ardiente!» (Dn. 3:4-6).
En Babilonia, igual que en Babel, todos debían ser iguales. Como dice Génesis 11, todo el mundo hablaba una sola lengua, usaba las mismas palabras y formaba un solo pueblo. La identidad de las personas, incluida la fe del pueblo judío, tenía que desaparecer bajo la sombra del gran imperio babilónico. Una ciudad, una lengua y una torre para gobernarlos a todos.

Si hubieras sido uno de esos cautivos en Babilonia, la historia de la Torre de Babel te habría llenado de esperanza. Porque significa que Dios no está ajeno a la historia ni se desentiende de su pueblo. Y significa también que ningún proyecto que quiera llegar hasta el cielo y ocupar el lugar de Dios va a prosperar.
La historia de la Torre de Babel es una denuncia contra el sistema totalitario de Babilonia. Y cuando lo vemos así, nos damos cuenta de que la intervención de Dios es una bendición, no un castigo. La multiplicación de las lenguas destruye el proyecto vertical y restaura el proyecto horizontal de Dios. Confundir las lenguas no es un capricho; Dios no tiene miedo de que la humanidad suba por una torre y llegue hasta el cielo.
¿Se acuerdan del mandato que recibieron Adán y Eva, y después Noé? ¿Que tenían que extenderse por toda la tierra? Cuando Dios confunde las lenguas, no los está maldiciendo: les está dando un regalo. Es la forma creativa en la que Dios lleva de vuelta a la humanidad al plan original. Como dice Génesis 11:9: «En Babel el Señor confundió a la gente con distintos idiomas. Así los dispersó por todo el mundo».

La contracara de Babel

A la luz de lo que aprendimos hasta acá, vamos a releer la historia de Pentecostés (Hechos 2:1-13). Si en Babel, un milagro de Dios convierte la única lengua universal en muchos idiomas, en Pentecostés, otro milagro permite que muchas lenguas se puedan entender. Dice así:

El día de Pentecostés, todos los creyentes estaban reunidos en un mismo lugar. De repente, se oyó un ruido desde el cielo parecido al estruendo de un viento fuerte e impetuoso que llenó la casa donde estaban sentados. Luego, algo parecido a unas llamas o lenguas de fuego aparecieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Y todos los presentes fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, conforme el Espíritu Santo les daba esa capacidad. En esa ocasión, había judíos devotos de todas las naciones, que vivían en Jerusalén. Cuando oyeron el fuerte ruido, todos llegaron corriendo y quedaron desconcertados al escuchar sus propios idiomas hablados por los creyentes. Estaban totalmente asombrados. “¿Cómo puede ser? —exclamaban—. Todas estas personas son de Galilea, ¡y aun así las oímos hablar en nuestra lengua materna! Aquí estamos nosotros: partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, de la provincia de Asia, de Frigia, Panfilia, Egipto y de las áreas de Libia alrededor de Cirene, visitantes de Roma (tanto judíos como convertidos al judaísmo), cretenses y árabes. ¡Y todos oímos a esta gente hablar en nuestro propio idioma acerca de las cosas maravillosas que Dios ha hecho!”.

Pentecostés es una ironía preciosa, la contracara de Babel. Porque, aunque lo que pasó en Babel significó una bendición de Dios, todavía quedaba un problema por resolver: la gente ya no podía entenderse. Y esto va mucho más allá de los idiomas: es el problema de la comunicación humana. Aunque nos esforzamos, muchas veces no podemos entendernos. Pentecostés viene a resolver precisamente ese problema.

Entre Babel y Pentecostés hay muchos puntos en común:

- En primer lugar, en ambas historias, la gente está muy confundida. En Babel [Gn 11:9], la confusión surge porque no puede entenderse. En Pentecostés (Hch. 2:6), la confusión surge exactamente por lo contrario: por el milagro de que todos pudieran entenderse.
Frente a la confusión que se crea en torno a la torre de Babel, emerge la comprensión que se produce en Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles leemos que, tras la irrupción del Espíritu de Dios en forma de lenguas de fuego, “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma” (Hch 2,4-6). Aquí no se vuelve a una sola lengua común. Cada no habla la suya, pero se logra un pleno entendimiento.

- En segundo lugar, hay una cuestión geográfica. En la historia de Babel, todo están en un solo lugar y Dios los esparce por la faz de la tierra (Gn. 11:9). Por el contrario, pareciera que en Pentecostés todas las naciones del mundo que se habían dispersado en Génesis vuelven a juntarse. Pero lo interesante es que ya no se reúnen en Babilonia —ciudad que simboliza el pecado—, sino en Jerusalén, la ciudad santa, donde Cristo había muerto y resucitado hacía solo 50 días.

- Y en tercer lugar, Babel y Babilonia son historias de soberbia; querían hacerse un nombre, ser famosos, llegar hasta el cielo (Gn. 11:4). La consecuencia de esa arrogancia fue que un día ya no se pudieron entender. Pero en Pentecostés la imagen es totalmente opuesta: más que arrogancia, vemos a la gente más humilde de Galilea, unos analfabetos que adoraban a un profeta asesinado por el poder religioso y político (Hch. 2:1-4). Aunque esos humildes discípulos no podían hacer nada, el Espíritu Santo en medio de ellos hizo lo imposible: logró que gente de toda lengua, tribu y nación se pudiera encontrar bajo la cruz de Jesús.

En Babel todos eran iguales, pero no se podían entender. En la iglesia de Pentecostés todos son diferentes, pero cuando el Espíritu de Dios está entre nosotros, los que hablamos diferente, pensamos diferente y pertenecemos a culturas diferentes, milagrosamente podemos entendernos. El abismo de Babel es cubierto en Pentecostés por el puente del Espíritu.
Y me parece muy interesante que el Espíritu Santo no hizo que toda la gente entendiera el arameo, que era el idioma de los discípulos. Más bien, el Espíritu les da a los discípulos la capacidad de hablar otros idiomas. Es la iglesia la que habla el idioma de la gente, no al revés. En palabras de Jacques Dupont: «La lección de Pentecostés es clara: a la iglesia le corresponde asumir todas las lenguas y culturas. No se trata de hacer que la gente comprenda su lenguaje, sino de hablarles en su lengua».

Estos dos grandes símbolos bíblicos (Babel y Pentecostés) nos ofrecen algunas claves para iluminar lo que estamos viviendo hoy en nuestro mundo. El hecho de querer una cultura sin ninguna referencia a Dios como fundamento último de la existencia produce una enorme confusión. Aunque todos hablemos el Globish, no nos entendemos, porque ya no tenemos códigos comunes que nos remitan a una verdad que nos vincula a todos. Cada uno tenemos “nuestra” verdad. Quienes disponen de medios económicos y coercitivos para imponer la “suya” acaban dominando el mundo. No tienen que rendir cuentas ante nadie ni ante nada porque no hay ninguna realidad que esté más allá de nuestro afán de dominio. Como siempre, los más pobres y sencillos, las personas buenas, acaban perdiendo. Se convierten en víctimas de una burda manipulación que no teme recurrir a la violencia para lograr sus fines.

El sueño de Dios no es Babel sino Pentecostés; es decir, un mundo en el que cada uno hable su propia lengua, conserve su diversidad, pero todos podamos entendernos. La condición para esta “unidad en la diversidad” es que todos nos abramos al Espíritu de Dios, “Señor y Dador de vida”, como lo confiesa el Credo cristiano. Donde hay hombres y mujeres que se abren con humildad y gratitud a la verdad que el Espíritu revela en sus corazones, siempre hay espacio para la reconciliación y el entendimiento. Tenemos aquí un criterio para juzgar lo que nos está pasando. Donde hay división, enfrentamientos, afán de poder y manipulación (a menudo revestido como “búsqueda del bien común”), no hay Espíritu; por lo tanto, no puede haber serenidad y futuro. Solo donde los seres humanos buscamos la unidad sin anular las diferencias cabe esperar una vida mejor.

El final de la historia

Lo que la iglesia experimentó en Jerusalén el día de Pentecostés no fue un hecho aislado. Más bien, es el modelo de lo que debería ser la obra del Espíritu Santo entre nosotros. En Apocalipsis 7:9-10, Juan tiene una visión de la eternidad: «Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero».
Es un pantallazo profético de cómo va a ser el final de los tiempos. Todos los pueblos de la tierra, dispersos en Babel y reunidos momentáneamente en Pentecostés, vuelven a encontrarse. Es una iglesia de toda tribu, lengua y nación. Y lo increíble es que, aunque cada uno habla en su propia lengua, todos cantan la misma canción. No cantan todos en arameo, ni en griego, ni en latín, ni en español, ni en inglés… cada pueblo canta en su propia lengua la canción del Cordero.

Conclusión

Para reconciliarnos, Cristo no borra las diferencias: borra el pecado. Lo que se vivió en Pentecostés en un momento, se convierte en Apocalipsis en una fiesta eterna. El pueblo de Dios es como una novia que se ha embellecido por toda la historia con adornos y experiencias de todos los rincones del mundo, de toda tribu, lengua y nación.
Hay dos maneras de buscar la unidad: la de Babel o la Dios. Para estar juntos en Babel, tenemos que hablar todos de la misma forma y construir la misma torre. Pero la unidad de Dios es distinta: aunque somos diferentes, podemos entendernos si el Espíritu Santo está entre nosotros. Es el misterio de la unidad en la diversidad.
Pentecostés nos enseña la importancia de la multiforme gracia de Dios. La multiplicidad no es algo que tengamos que tolerar; más bien, es la base misma de la comunidad cristiana. construimos imperios en los que todos pensamos igual y hacemos lo mismo, le estamos diciendo a Dios: “¿Sabés qué? No te necesitamos, podemos arreglarnos con estos ladrillos”.

"Horn of Babel" by Vladimir Kush
(Génesis 11, Hechos 2)

Babel, es torre de humo de egoísmo,
confusión de lenguas… dispersión…
Por fiarse de sí mismo en embriaguez,
es orgullo… con frutos de hiel…
Pentecostés, es viento de rosas del Espíritu de Dios,
comprensión… unión… amor…
Por fiarse en todo del Señor... siendo fiel...
es humildad… con frutos de miel.
Tu alma… tu matrimonio…
¿es Babel o Pentecostés?
Con tus hijos y amigos,
¿orgullo de Babel o amor de Pentecostés?
De ti y de mí depende, mi amigo:
Tu vida y la mía van a ser o soledad de una isla rota
o cariño de mil manos amorosas.
La diferencia será sólo la semilla del Espíritu…
Babel, si te fías de ti mismo.
Pentecostés, si te dejas arrullar con amor
por la brisa poderosa del Señor.

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¿Pentecostés o Babel?
Hechos 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7.12-13; Juan 20, 19-23

El sentido de Pentecostés se contiene en la frase de los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo». ¿Qué quiere decir que «quedaron llenos del Espíritu Santo» y qué experimentaron en aquel momento los apóstoles? Tuvieron una experiencia arrolladora del amor de Dios, se sintieron inundados de amor, como por un océano. Lo asegura San Pablo cuando dice que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Todos los que han tenido una experiencia fuerte del Espíritu Santo están de acuerdo en confirmar esto. El primer efecto que el Espíritu Santo produce cuando llega a una persona es hacer que se sienta amada por Dios por un amor tiernísimo, infinito. 
El fenómeno de las lenguas es la señal de que algo nuevo ha ocurrido en el mundo. Lo sorprendente es que este hablar en «lenguas nuevas y diversas», en vez de generar confusión, crea al contrario un admirable entendimiento y unidad. Con ello la Escritura ha querido mostrar el contraste entre Babel y Pentecostés. En Babel todos hablan la misma lengua y en cierto momento nadie entiende ya al otro, nace la confusión de las lenguas; en Pentecostés cada uno habla una lengua distinta y todos se entienden. 

¿Cómo es esto? Para descubrirlo basta con observar de qué hablan los constructores de Babel y de qué hablan los apóstoles en Pentecostés. Los primeros se dicen entre sí: «Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, para no desperdigarnos por toda la faz de la tierra» (Gn 11, 4). Estos hombres están animados por una voluntad de poder, quieren «hacerse famosos», buscan su gloria. En Pentecostés los apóstoles proclaman en cambio «las grandes obras de Dios». No piensan en hacerse un nombre, sino en hacérselo a Dios; no buscan su afirmación personal, sino la de Dios. Por ello todos les comprenden. Dios ha vuelto a estar en el centro; la voluntad de poder se ha sustituido con la voluntad de servicio, la ley del egoísmo con la del amor. 
En ello se contiene un mensaje de vital importancia para el mundo de hoy. Vivimos en la era de las comunicaciones de masa. Los llamados «medios de comunicación» son los grandes protagonistas del momento. Todo esto marca un progreso grandioso, pero implica también un riesgo. ¿De qué comunicación se trata de hecho? Una comunicación exclusivamente horizontal, superficial, frecuentemente manipulada y venal, o sea, usada para hacer dinero. Lo opuesto, en resumen, a una información creativa, de manantial, que introduce en el ciclo contenidos cualitatívamente nuevos y ayuda a cavar en profundidad en nosotros mismos y en los acontecimientos. La comunicación se convierte en un intercambio de pobreza, de ansias, de inseguridades y de gritos de ayuda desatendidos. Es hablar entre sordos. Cuanto más crece la comunicación, más se experimenta la incomunicación. 

Redescubrir el sentido del Pentecostés cristiano es lo único que puede salvar nuestra sociedad moderna de precipitarse cada vez más en un Babel de lenguas. En efecto, el Espíritu Santo introduce en la comunicación humana la forma y la ley de la comunicación divina, que es la piedad y el amor. ¿Por qué Dios se comunica con los hombres, se entretiene y habla con ellos, a lo largo de toda la historia de la salvación? Sólo por amor, porque el bien es por su naturaleza «comunicativo». En la medida en que es acogido, el Espíritu Santo sana las aguas contaminadas de la comunicación humana, hace de ella un instrumento de enriquecimiento, de posibilidad de compartir y de solidaridad. 

Cada iniciativa nuestra civil o religiosa, privada o pública, se encuentra ante una elección: puede ser Babel o Pentecostés: es Babel si está dictada por egoísmo y voluntad de atropello; es Pentecostés si está dictada por amor y respeto de la libertad de los demás. 

Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. 
--predicador de la Casa Pontificia-

[Traducción y adaptación del italiano: Zenit.org]
(02 de junio de 2006) © Innovative Media Inc.


(520) Apocalipsis (III). 
Los cristianos viven hoy en Babilonia. 
«Sal, pueblo mío»

–La realidad es que hoy el mundo, rechazando a Cristo, se ha degradado miserablemente.
–Y no es rara la Iglesia local descristianizada que no sabe que vive en Babilonia porque está mundanizada. Como la Iglesia de Sardes, tiene nombre como de viviente, pero está muerta (+Ap 3,1).
–Las pacíficas victorias de Cristo y de los suyos
Los septenarios apocalípticos de las cartas (Ap 2), de los sellos (6-7), de las trompetas (8-9), el de las copas de la ira de Dios (16), igual que el último de las visiones (17ss), afirman siempre con imágenes impresionantes en la historia de la humanidad el poder invencible de Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero dego­llado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victo­rias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebel­des, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia. Es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que por él se veían cautivados y cautivos.

Las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de salvación y de mi­sericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn 17). Él ha «bajado del cielo» como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es signifi­cativo que en el Apocalipsis las victo­rias de Cristo son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la afirmación de la verdad y la negación de la mentira en el mundo (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y de la caridad, para que «donde abundó el pecado, sobrea­bunde la gracia» (Rm 5,20).
Por eso, aunque puede le­erse como un libro de grandes combates, el Apocalipsis es prin­cipalmente un libro de gran miseri­cordia y salvación para el mundo. Las victorias de Cristo son ilumina­ción de las tinieblas, verdad que disipa mentiras, amor y bien que preva­lecen sobre males abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).

–La victoria de los mártires y de los orantes

Los mártires de Cristo tienen un protagonismo indudable en todo el Apocalipsis. Ellos son los que, con el poder del Salvador, vencen al mundo. Los triunfos del Reino de Dios no son, pues, victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es tam­bién la victoria de sus apóstoles, la de los dos Testigos y la de todos los cristianos mártires (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al mundo romano, al modo de San Pablo, «muriendo cada día» (1Cor 15,31). Y así es como hoy, en forma martirial, realiza Cristo por los fieles sus victorias.
Los orantes,«las oraciones de los santos», son quienes provocan las interven­ciones celestiales más poderosas en el Apocalipsis. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, eleván­dose a Dios por manos de los ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4). Los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza y a su entrega absoluta en el martirio a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, peque­ños y grandes» (19,5). Es en la Ciudad santa que desciende del cielo donde se planta «la Tienda de Dios con los hom­bres», no sólo con los santos (21,3). Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los re­yes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).

–Mientras tanto, la gran Guerra invisible

El Apocalipsis es realmente el quinto Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de liturgias cósmicas y celestiales, y las victorias de Dios omnipotente, se nos manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra los poderes de las tinieblas que atra­viesa toda la historia humana, y que, ini­ciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vaticano II, GS 13b; 37b; +Catecismo 409).
Es difícil hablar con precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología, cuando en un artículo sobre los cristia­nos en la historia dice así: «La Iglesia que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se ex­presa en sus docu­mentos, es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clau­surado el período de confronta­ción [sic!] y de defensa que caracterizó al siglo XIX, de­cide relanzar su tarea evange­lizadora».
La confronta­ción entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los siglos de la historia de la Iglesia, espe­cialmente los primeros (I-III) y los más recientes (XVIII-XXI). Y la Iglesia del siglo XXI, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere evangelizar el mundo, no puede dar por clausurado ese tiempo de confrontación «hasta que vuelva el Señor». Y creo yo que el citado pro­fesor está conven­cido de ello, aunque en esa ocasión se expresara en forma errónea.
Y en esto de los modos de hablar –dicho sea de paso– si­gamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la Tra­dición. Si concretamente, hablando a las Iglesias, Cristo promete grandes pre­mios a los «vencedores», será porque tienen que li­brar «un buen combate» (2Tim 4,7). No le demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo del Apoca­lipsis, y no otro tiempo inventado por nuestras ideolo­gías. Recuerden, por favor, que el libro del Apocalipsis está inspirado por Dios: forma parte de la Revelación divina de las Sagradas Escrituras, que, felizmente, hemos de acoger por la fe. Y que presenta la historia de la humanidad en el marco de una enorme guerra incesante entre los discípulos de Cristo y los siervos del Diablo.

–Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bes­tia
Hay que elegir. Hay que elegir ya. No pode­mos seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada a veces hasta por los mismos apóstatas –no ir a Misa, no confesarse, anticoncepción sistemática, no ángeles ni demonios, no…–. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mun­danas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos cuadrados. No pue­den seguir tantos bautizados en una situación de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo, a sus pensamientos y caminos, o se amanceban abiertamente con la Bestia mun­dana, aceptando su marca en la frente y en la mano. O son de Cristo o son del mundo.
No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los de­monios (1Cor 10,20), no nos es lícito uncirnos en yunta desigual con los infieles (2Cor 6,14-16). Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino; ser del mundo o ser de Cristo. Sin más de­mora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir a la Bestia, maravillados por sus fascinantes signos mundanos. No hay un territorio neutral en el que se pueda permanecer con tranquila conciencia: si un bautizado no se decide a ser cristiano, es mundano, más o menos sujeto a los pensamientos y caminos del príncipe de este mundo, el diablo.

–Predicación apocalíptica: o con Cristo o contra Él

En la predicación y en la acción pas­toral, en modos provocativos, es preciso sacudir la conciencia de los hombres, poniéndolos en crisis con las palabras de Cristo: Reino o mundo, vida o muerte, gracia o pecado, verdad o mentira, Cristo o el diablo, salvación o condenación.Así predicaron siempre Cristo y los apóstoles, y antes que ellos los profetas. Recuerdo sólo algunos ejemplos.
Josué.– Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de oro, es sometido por Yavé a la larga cura espiritual del Éxodo –cuarenta años en el desierto–, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reune a todos los jefes de Israel para ponerles de frente ante la al­ternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a quienes sirvie­ron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos… Yo y mi casa serviremos a Yavé»… El pueblo se afirma entonces en la fe de sus padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz». Y así rea­firmó Josué aquel día la alianza (Jos 24).

Elías.– Siguen las crisis en el pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el profeta Elías, mandado por Yavé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel, juntamente con los profetas de Baal. «¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal id tras él». Pero el pueblo «no respondió nada» (18,21). Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a de­cir Elías al pueblo: “Sólo quedo yo de los profetas de Yavé, mientras que hay cuatro­cientos cincuenta profetas de Baal”». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yavé consuma el sa­crificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).

Cristo.– «El que no está conmigo, está contra mí» (Lc 11,23). «El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Cuando predica Jesús el sermón eucarístico del pan de vida, muchos, al oir que su cuerpo es verda­dera comida, menean los oyentes la cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?… Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le se­guían. Y dijo Jesús a los doce: “¿Queréis iros vosotros también?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6,60-69).
No hay otra alternativa: o los cristianos siguen a Cristo o si no, más de cerca o de lejos, «siguen maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde poder quedarse ajeno a toda lucha.

–Iglesias locales agonizantes o muertas

Hoy en Occidente ciertas Iglesias locales descristianizadas son como la de Sardes: «pare­cen estar vivas, y están muertas» (Ap 3,1). No pueden prolongar indefinida­mente su situación, pues aunque guarden las apariencias, en realidad han caído en el cisma, la herejía y el sacrilegio. Languidecen en una grave enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte. Son extraviadas por sus propios pastores sagrados, o si éstos son fieles, los agotan con sus infidelidades generalizadas: «¿qué voy a hacer yo con este pueblo?» (Ex 17,4).
Si no se provoca entonces la crisis mediante predicaciones apocalípticas e intervenciones pastorales enérgicas–que cuanto más se demoren serán más traumáticas y más difíciles–, lo que hubiera podido ser una Gran Poda realizada por el Padre «viñador» (Jn 15,1-2), se convierte por la apostasía y el cisma en una Gran Tala. Necesitan leer el Apocalipsis, y elegir entre Cristo y la Bestia mundana potenciada por el diablo.

«El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,29).
¿Y qué dice el Señor a las Iglesias?
–«Sal, pueblo mío»

    El primer Éxodo es el de Abraham: «Sal de tu tierra y de tu parentela, para ir a la Tierra que yo te indiaré» (Gen 12,1). El segundo es el de Moisés, saliendo de Egipto, de vuelta a la Tierra prometida. Los dos son iniciativa de Dios y obediencia de su pueblo. Por eso la Tradición cristiana siempre ha entendido que el Éxodo ilumina notablemente la vocación de la Iglesia peregrina, el nuevo pueblo de Dios. Nos dice Cristo que los cristianos, aunque estemos en el mundo, «no somos de este mundo» (Jn 15,19). No estamos en él como pez en el agua, sino, en palabras de San Pedro, estamos como «extranjeros y peregrinos» (1Pe2,11), pues en realidad somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Tenemos, pues, que realizar un éxodo del Mundo al Reino de Dios. Por tanto, de ningún modo hemos de «configurarnos a este mundo, sino que hemos de transformarnos por la renovación de la mente» en la fe (Rm 12,2). Según esto, los cristianos que se arraigan en el mundo presente, asimilando sus modos de pensar y de obrar, aceptan el sello de la Bestia en su frente y en su mano: son apóstatas, no son ciudadanos del Reino.

El Apocalipsis nos trae la voz de Cristo, que anuncia  la inminente caída de la Babilonia del mundo, y que nos «dice desde el cielo: “Sal, pueblo mío, no sea que os contaminéis con sus pecados y os alcancen sus plagas”» (Ap 18,4).
Esta «llamada a salir de la ciudad –entiende Charlier (Comprender el Apocalipsis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993, -II,92)– es apremiante, como lo era ya en Is 48,20 [«Salid de Babilonia»; +52,11], y sobre todo en Jer 51,6.45 [«Huid de Babilonia, poned vuestras vidas a salvo, no muráis por su iniquidad»]. En la ciudad, difícilmente coha­bitan Satanás, el Evangelio y sus fieles respectivos (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciuda­danía ya no es posible, a menos que se llegue a cier­tos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, ponién­dole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado re­basaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epo­peya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguri­dad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el po­der, el dinero y la cultura».

Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de «renunciar al mundo» –salir de Babilonia– en modos diversos. Siempre la Iglesia ha en­tendido que «hay dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que aunque la renuncia al mundo ha de ser en religio­sos y laicos igual en la substancia, ha de ser sin duda diferente en las modalidades accidenta­les. Los religiosos renunciarán al mundo en afecto y en efecto; los laicos renunciarán a los pensamientos y caminos del mundo pecador siempre en afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o de lastre objetivo contra la ca­ridad, también en efecto; pero otras veces no. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant 1,27).
En todo caso el mandato de Cristo de salir de Babilonia –fuga sæculi–, es decir, el mandato de diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apre­miante, lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la Ciudad mun­dana. Y tengamos hoy muy en cuenta que el mundo apóstata es mucho peor y peligroso que el mundo pagano.

–Libres del mundo, no cautivos de él           

Por eso el Cardenal Ratzinger considera que hoy «entre los deberes más urgentes del cristiano está la recupe­ración de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga sæculi, que ocupa un lugar central en la espirituali­dad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga… se huía [los religiosos] del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determi­nados centros de espirituali­dad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana». Y esa «renuncia al mundo»  también ha de ser vivida por los laicos a su modo, como se expresa en el bautismo, en su nacimiento espiritual. Sigue Ratzinger:
«Hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva, comunitaria, abierta, no sacral, se­cular, solidaria con el mundo. Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encon­trar de nuevo un punto de contacto con la espi­ritualidad antigua, aquella de la “huída del siglo”» (Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, pg. 127).
José María Iraburu, sacerdote

Post post.–El tema «salir del mundo», sobre todo en comnidades de laicos, puede verse ampliado en: José María Iraburu, Evangelio y utopía (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1998, 164 pgs. =  The Gospel and Utopia (Amazon).
Recientemente ha sido un bestseller la obra del estadouniense Rod Dreher, The Benedict Option (Penguin Random House 2018) = Comment être chrétien dans un monde qui ne l’est plus -Le pari bénédictin (Artège Éditions). Comenta la obra Sandro Magister, San Benito en el siglo XXI. Pero «La Civiltà Cattolica» lo condena a la hoguera. En InfoCatólica, Jorge Soley publica en su blog dos artículos: ¿San Benito? ¿San Josemaría? Un debate norteamericano; y La Opción Benito: la propuesta de la que todos hablan en Estados Unidos.

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¿BABILONIA O JERUSALÉN?: